Uno de los principales
objetivos (y a la vez una de las necesidades más básicas) de la Iglesia
Católica post tridentina fue el control social, la negación de la inmanencia
mediante un férreo indoctrinamiento, unas reglas duras, rígidas que abarcaban
todas las opciones de actuación del individuo, al que se le enajena de su bien
más preciado, su libertad, su conciencia y su capacidad de pensar, que le
distingue como ser humano del resto de animales. Tras el Concilio de Trento, y
a través de diversas herramientas como las misiones internas, los sermones, las
lecturas permitidas, y sobre todo la confesión, se lograron, con mayor o menor
intensidad estos objetivos.
Sin embargo la sociedad
moderna desarrollada bajo estos parámetros católicos nos presenta una
contradicción, ya que en su seno desarrolló vías que se impondrán a este
programa moral, y que coinciden con el desarrollo de “técnicas capitalistas de
intercambio y ganancia” y con el paulatino triunfo del dinero, con lo que
esto traía consigo: una mayor
significación de la vida terrena, del disfrute, de la tierra, donde un sistema
de valores basado en términos escatológicos y apocalípticos, por su naturaleza
trascendentes, darán paso a unos nuevos valores impregnados de esa inmanencia a
la que se quería encarcelar y oprimir, yendo incluso contra los instintos más
básicos del hombre. En palabras de González Polvillo, lo que ocurre es que se “santificó
la inmanencia o se trascendentalizó lo inmanente”. Sin embargo no nos podemos
dejar llevar por la emoción: es un capitalismo incipiente en espíritu, en
mentalidad, pero aún no acompañado de un sistema capitalista de producción.
Gilles Lipovetsky llama a esta transformación "proceso de personalización", en la que se produce la sublimación del hedonismo, de la inmanencia, de lo que ofrece el dinero, alzándose estos valores como una nueva forma de coerción simbólica, de cohesión social, que no es, ni más ni menos, otra forma, refinada, depurada, y quizás más agresiva, de una violencia simbólica contemporánea que resulta desgarradora y que a pocos deja indiferente: la cultura del consumo.
Como ya traté en algún
artículo anterior, los libros de confesión son una fuente esencial para el
historiador, que debe incidir en la importancia de la historia de las mentalidades
y del papel e influencia de las iglesias en el devenir histórico.
El séptimo mandamiento,
“no robarás”, fue el que ocupó más páginas en los libros de confesión, más aún
que el que le precede, que trata todos los asuntos de la sexualidad del hombre,
la segunda gran puerta a la inmanencia y al pecado. Entre los muchos asuntos
que se tratan, he decidido centrarme en este artículo en torno al cambio. Como
podemos ver en el título de este escrito, el cambio fue mayoritariamente
entendido como el trueque de dinero por dinero. Atendiendo a la etimología, el
concepto alude al trueque de una cosa por otra simplemente. Sin embargo, la
mayoría de autores que trataron el tema, y a pesar de que alguno de ellos
aluden a la incorrección, se decantan por el significado que encabeza estas letras.
A partir de esta definición, y a poco que nos acerquemos a los textos de
Azpilcueta, Antonino de Florencia o Manoel Rodrígues entre muchos otros,
podemos ver lo difícil que fue para los confesores definir unas reglas claras,
precisas y homogéneas sobre el tema. Está en juego la inmanencia, que puesta en
una misma balanza con el dinero, se tiene que equilibrar para intentar
compensar el empuje del segundo.
El problema era que el
dinero, que adquiría un gran protagonismo en estos cambios al ser el objeto con
el que se operaba, pasase de ser un medio, que nació con la función social de
civilizar a los pueblos evitando el trueque; para convertirse en un fin en sí
mismo, en el objeto del trueque, en potenciador de la ganancia por la ganancia
y de la usura que como ya vimos, era
sinónimo de un pase directo al infierno si no había remisión del pecado y
contrición.
La mayoría de autores
distinguen entre tres tipos de cambio. El primero es el minuto, el cambio real,
que se hace al instante y en presencia de las dos personas que cambian. Se considera
lícito, aunque siempre con condiciones y con una premisa fundamental: que fuese
equivalente, equilibrado, justo y con buena intención. Además está permitido en este marco
cierta ganancia, porque el metal sea de mayor valor (oro por plata) o por un
hecho que me ha llamado la atención, “o porque este que la da, la estima más
por ser más antigua, y más curiosa como es la moneda de oro de los Turcos, por
ser más rara”. También entran en esta tipología la posibilidad de dejar un
dinero en un lugar y recoger la misma cantidad en otro.
El segundo tipo de
cambio es el seco, imaginario o ficticio. En realidad de trata de un préstamo,
empréstito de dinero en el que hay ganancia y usura, aunque se quiera tapar o
disimular. Aquí hay distancia temporal, y se reconocen hasta nueve casos de
cambios secos no lícitos, siendo algún ejemplo el que unos mercaderes quieran
cambiar dinero en un sitio al precio del cambio en otro sitio.
Finalmente el cambio
por letras es el más conocido, basado en las letras de cambio, regulándose también
toda los casos y situaciones imaginables, en un alarde de exhaustividad analítica por parte de estos escritores, tan prolijos en ejemplos.
Á
Bibliografía
González Polvillo, Antonio. El gobierno de los otros. Confesión y control de la conciencia en la España Moderna. Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla. Sevilla. 2010.
González Polvillo, Antonio. Decálogo y gestualidad social en la España de la Contrarreforma. Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla. Sevilla. 2011
Lipovetsky, Gilles. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama. Barcelona. 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario