CORRUPCIÓN
EN EL IMPERIO DE CARLOS V
Entre 1516 y 1520 Carlos V se
erigió, como resultado de las dinámicas matrimoniales seguidas por sus abuelos
maternos y paternos, cabeza de un Imperio descomunal, no sólo europeo sino
también americano. A lo largo de los años veinte desplegó un sistema burocrático
y administrativo sin precedentes, de formato polisinodial y enorme complejidad,
ajustado a las dimensiones de sus dominios. El crecimiento de la burocracia y
de sus encargados llevó a la “leva” de miles de escribanos, secretarios,
inspectores, recaudadores, juristas, virreyes, secretarios reales, etc.
Todos ellos eran cargos
relacionados, de alguna manera, con la necesidad de levantar una maquinaria de
poder estatal capaz de concentrar cada vez más poder, más capacidad operativa.
Se trataba, en última instancia, de crear un Estado Moderno en el que el poder
central adquiriese nuevas cotas de dominio sobre cada uno de los súbditos,
midiendo su eficacia, al fin y al cabo, por su capacidad para movilizar
ejércitos, extraer recursos de la sociedad y extender o mantener su influencia.
Para poner en funcionamiento este
gigante organizador de medios materiales y humanos fue necesaria la creación de
nuevas instituciones, nuevos cargos, nuevas formas políticas y, sobre todo, la
ampliación brutal del cuerpo de funcionarios. El mismo proceso fue seguido en
el territorio americano, donde se construyó un entramado administrativo
complejo en cuya cúspide estaba siempre, de alguna manera, el propio monarca.
Es muy representativo que Carlos V, pese a controlar todos los asuntos de sus
territorios, apenas permaneciese en la Península más que para breves estancias,
pasando la mayor parte de su vida fuera de ella.
Esta introducción sirve para dar
sentido a las valoraciones que siguen. El universo burocrático, al
desarrollarse, adquirió dimensiones internas dignas de estudio, en el sentido
de que a su alrededor se construyó todo un estrato social transversal de
funcionarios, así como una serie de prácticas y formas de actuación peculiares.
Dentro de ese cuerpo existían obvias diferencias según el rango del empleado,
pasando de los escribanos, los inspectores y los recaudadores a los
administradores virreinales, los virreyes, los consejeros y, en la cúspide, los
secretarios reales, que gozaban de posiciones de gran poder y prestigio.
Esta casta de burócratas se
construyó sobre bases poco sólidas, en el sentido de que, por ejemplo, en el Consejo
de Hacienda rara vez se situó a un experto de las finanzas o un experimentado
mercader, sino que abundaron más bien personajes que, en el mejor de los casos,
tenían una formación relacionada con la Justicia o la teología. El nombramiento
de cargos adquirió la misma naturaleza que el entramado clientelar que regía,
en gran parte, las relaciones sociales en la población, en un sentido piramidal
y descendente en orden de subordinación. La riqueza se buscaba en los estratos
superiores a través de compensaciones y pagos de servicios, de modo que los
beneficios dimanaban de la cabeza del sistema y se filtraban por los resquicios
del complejo tejido de relaciones clientelares y de dependencia.
Que la corrupción campaba a sus
anchas en el cuerpo de trabajadores de la administración era asunto conocido.
Las oportunidades de enriquecimiento se presentaban constantemente y los
sueldos eran especialmente bajos entre los funcionarios de menor categoría,
disposición ésta con la que se pretendía incentivar el trabajo duro con
aspiraciones a futuros ascensos. Cobos, por ejemplo, que había ocupado posiciones
de gran importancia como la de Secretario de Estado, se enriqueció de forma
desmesurada, a pesar de la confianza que el propio Carlos I tenía depositada en
él.
El servicio al rey era motivo
indiscutible de acceso a favores y recompensas, o lo que es lo mismo, promoción
social y riqueza. Dadas las dimensiones del Imperio, el rey no podía entablar
estrechas relaciones con todos sus súbditos privilegiados, como sí podía
ocurrir en las monarquías medievales. El distanciamiento en todos los sentidos
entre monarca y nobleza favoreció que las peticiones de recompensas por
servicios (a veces ficticios) y otros trámites fueran derivados a los Consejos,
cuyos integrantes participaban de la misma laxitud moral que los demás. Cuando
un importante miembro de la nobleza acudía para reclamar un servicio no
recompensado, tenía en cuenta que el éxito de su resolución dependía de la
disposición de los consejeros a favorecerle, asunto que podía saldarse con
algunos pagos en concepto de soborno.
De esta manera se establecía toda
una red de relaciones basadas en la rapiña, el pillaje administrativo y la
corrupción, que en cualquier caso quizás no tuviesen las mismas connotaciones
que en la actualidad. Lo cierto es que existía cierta relación entre esta forma
de funcionar y el espíritu de la sociedad estamental, entendiendo que cada
individuo estaba acostumbrado a rescatar cuanto pudiese del piso superior en la
escala piramidal, buscando la filtración de riqueza que le permitiese escalar
posiciones. Por otro lado, juega importante papel la forma en que se entendía
que el acceso a escalas superiores de la sociedad, en el campo de los
privilegiados, había de conllevar una exposición de poder y riqueza. Así, los
altos funcionarios, identificados siempre con la alta nobleza y poco a poco con
la nueva nobleza de toga, debían recubrirse del mayor lujo y celebrar su
riqueza en un ejercicio de dilapidación, haciéndose necesaria la continua
rapiña de fondos emanados de la instancia inmediatamente superior, que era el
rey y sus recompensas, pagos, concesiones, etc.
El mediano fracaso de esta gigante
administración se relaciona, en última instancia, con la forma de construir un
Estado Moderno sobre las bases de estructuras socioeconómicas de carácter
medieval, como afirma Elliot. La inclusión en este panorama
burocrático-administrativo de graves cargas económicas (fundamentalmente
provenientes de la guerra) pudo ser una de las razones que dieron al traste con
el sistema imperial austriaco. En cualquier caso, es un asunto en discusión el
hecho de que los gastos de Corte, en general, fueran o no uno de los motivos de
la crisis de la monarquía en el siglo XVII.
BIBLIOGRAFÍA
J.
H. ELLIOT, La España Imperial 1469-1716, Madrid,
Vicens Vives, 2012.
DOMÍNGUEZ
ORTIZ, A., Crisis y decadencia de la
España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 1984.
AUTOR: Lucas Canteras Zubieta
La bibliografía utilizada se ha quedado un poco anticuada. Seguramente no es demasiado correcto (por anacrónico), definir el imperio de Carlos V en términos de "corrupción". Puedes consultar al respecto el manual de J.J Ruiz Ibáñez y B. Vincent que hemos visto en clase (también algún compañero lo ha utilizado para preparar sus entradas en el blog).
ResponderEliminarAtentamente,