viernes, 31 de enero de 2014

Crisis y decadencia del imperio español: siglos XVI y XVII

Si bien el artículo puede parecer la preparación del examen, he tratado de trabajar sobre un período ligeramente distinto, adelantado apenas medio siglo. Espero que el artículo sea de cuestro agrado, y perdonad por colgarlo tan tarde. Lo tenía maquetado pero lo he ido dejando. Un saludo.

Carlo María Cipolla sitúa la gran crisis de la Monarquía Hispánica en los años entre 1598 y 1620. Establece este momento como el período decisivo de cambio en el andar de la economía hispánica. Si bien la moneda no se hunde hasta 1625 y la unidad no entra en crisis hasta 1640. Incluso, Luis Ortíz hace pronósticos muy sombríos para España tras la bancarrota de 1558. No contaremos ese primer período, el reinado de Felipe II, como etapa de crisis pues es una época en la que aún se mantiene la esperanza de un mejor funcionamiento de las cosas (batalla de San Quintin, Lepanto...). La plata llegaba entonces en abundancia desde las Indias, y era impensable que fuera a producirse tal crisis.
No obstante, España era la que había sufrido más descaradamente los estragos de la inflación, causada en primer lugar por el arribo masivo de metales preciosos desde las Américas. Asusta que entre 1595 y 1598 esta pudo ser superior al 100%. Por otro lado, también se cebará con España el despoblamiento general, muy visible ya en 1600. Este despoblamiento se da también en las Américas, lo que provoca un aumento del coste de la plata. Empieza, en consecuencia, la acuñación del cobre, contra la cual cantan numerosas voces. Nuevo golpe supone la expulsión de los moriscos, en un doble sentido. Eran estos los verdaderos labradores de la tierra. Pero además, la condonación de su deuda con la expulsión supone un grave varapalo para los burgueses y labradores ricos con los que los moriscos tenían deudas.
No hemos de olvidar que la conquista de América creó un mundo nuevo, con un mercado global que consentía, gracias al metal americano, la acumulación primitiva de capital que daría pie, posteriormente, a la Revolución Industrial. Sin embargo, esa acumulación no se produciría en Castilla. Si a título privado el dinero se usaba para pagar las importaciones (dada la crisis de producción interna), a nivel del Estado se pagaba para pagar las deudas contraídas con Génova o los banqueros alemanes por razón de las guerras. La cuestión de las importaciones no habría sido un problema serio para la Corona, pues en realidad eran importaciones internas a la misma: Castilla compraba a Flandes. Sin embargo, se produjo la independencia de los Países Bajos y ello produjo que los capitales escaparan del reino de un modo absoluto. De hecho, en los años ochenta del XVI las Cortes decían: “se ve por experiencia que en vi[n]iendo una flota de Indias con mucho dinero, dentro de un mes o dos no parece blanca. En efecto, por ejemplo en 1570 y 1571 llegaron a Sevilla cerca de 7 millones de ducados, mientras que se exportaba de la ciudad una cifra mayor. Se registró la llegada de 7.018.000 pesos y la salida de 7.049.000)
En cualquier caso, coincide la crisis española, grosso modo, con una crisis también a nivel europeo. Una crisis de contracción comercial y estancamiento demográfico. En este sentido, se puede considerar la decadencia española como parte, simplemente, de la decadencia europea del siglo XVII. Como también se puede relacionar con la caída de España al nivel de potencia de segundo orden. Esta caída convirtió a sus flotas en víctima de los ataques europeos y supuso, además, un más difícil acceso a los créditos. Añadamosle a ello el coste que para la Corona supusieron las guerras europeas, destacadamente la Guerra de los Treinta Años. Pero, atención, como apunta Kamen la economía de la Corona es una economía heterogénea, con diversos ritmos. Y es precisamente el del reino castellano, aquel que proveía de vida a la Monarquía, el que entró en una más profunda crisis. Tanto por el despoblamiento ya apuntado, como por el trasvase de población del campo a la ciudad, sin cuidarse de que el campo esté suficientemente trabajado, como por la falta de manufacturas y, simplemente, por la explotación a la que se ve sometido el reino para sostener a la Corona. Cabe destacar que en el siglo XVI Castilla era el reino más poblado de la Península, y también el más densamente poblado. Situación que no se da en el XVII.
De todos modos, ¿puede esta crisis venir de antes? En 1548 las Cortes de Valladolid, presionadas por el descontento generado por la inflación, solicitaron de la Corona la prohibición de exportar manufacturas castellanas y el permiso para importar artículos extranjeros. Creian que con ello conseguirían reducir los precios para el consumidor, cuando lo que obtenían era la desincentivación de la industria nacional. La Corona accedió, excepción hecha de la exportación de manufacturas a las Indias. La medida hubo de ser retirada en 1558 por los efectos causados, aunque era ya un presagio de lo que ocurriría posteriormente. Empezando por una mayor presencia de los mercaderes extranjeros en Castilla. Esta invasión de los productos extranjeros quitó mercado a la industria nacional y obstaculizó el desarrollo industrial de Castilla. Por otra parte, los incentivos dados a la ganadería en detrimento de la agricultura llevaban a un peligroso desequilibrio. Aumentaba la demanda de trigo mientras descendía su oferta, también por la concentración de tierras en unas pocas manos y la falta de labor agrícola en la mayor parte de ellas. Y ello llevó a la agricultura castellana a ser incapaz de satisfacer la demanda, debiendo de recurrirse a la producción de la Europa septentrional y oriental. Es decir, nos encontramos con que se importan materias primas y productos manufacturados. Lo único que se podía exportar por tanto, era la plata de América. Y esta, por cierto, costaba cada vez más y llegaba cada vez en menor cantidad, por la creciente autosuficiencia de los virreinatos del Perú y Nueva España. Y esta cantidad de plata en realidad no es toda para Castilla, pues cada vez eran más los cargamentos de mercancías extranjeras que iban a América y, por tanto ,cada vez más la plata que quedaba en manos de extranjeros. Los principales beneficiados: holandeses y genoveses. Así, el arbitrista Cellorigo diría: “por ellos en las contrataciones de las Indias, en las cuales con las cosas naturales e industriales que allá faltan atraen a España el oro y la plata que allá hay, y contra ellos porque por medio de las cosas que en estos Reinos podrían gozar por su manufactura hechas y labradas por no las querer hacer, aplicándose a ello los extranjeros les llevan el oro y la plata y el dinero que labran”.
Algunos arbitristas de principios del XVII, como Sánchez de Moncada o Fernández Navarrete, presentaron sensatos programas de reforma: limitar el gasto, eliminar la venalidad de los oficios, frenar el crecimiento de la infértil Iglesia, reformar el sistema impositivo, fomentar la agricultura o hacer obra pública que fomentase el comercio. Sólo así se podría recuperar Castilla de su crisis de productividad y comercio. Mas una cuestión se enfrentaba a estas medidas: el beneficio que podía obtenerse de los censos y juros, que los hacían más rentables que la agricultura, la industria y el comercio.
En fin, entre 1595 y 1600 el arbitrismo se consolidó. Era una corriente de pensamiento que pretendía dar una respuesta sensata a la decadencia de la economía del campo y las ciudades castellanas. Hay quien dice que se trata de una respuesta burguesa a la crisis de centros como Segovia o Granada. Estos individuos presentaban como origen de la crisis los siguientes aspectos: la despoblación, en tanto que menos manos implicaban, según ellos, menos riqueza y poder; la afluencia de metales preciosos, que llevó a los castellanos a dejar de lado el trabajo y vivir, por así decir, de las rentas, cuestión más clara en el Estado que en los privados; la especial falta de dedicación al trabajo, que podríamos derivar del punto anterior; la inestabilidad monetaria, que se deriva también de la afluencia masiva de metales preciosos; el exceso de impuestos, que suponía un lastre para los particulares y, por tanto, un obstáculo para la inversión y el progreso; y finalmente la influencia “perniciosa” de los extranjeros, que inundaban como decíamos antes nuestro mercado de sus productos y hacían más claro el segundo punto apuntado. Como soluciones, los arbitristas proponían: la repoblación mediante el fomento del matrimonio y de la natalidad (la mortalidad era considerada inevitable por las pestes y hambrunas); el fomento de la agricultura y de la ganadería, por aumentar la autosuficiencia alimentaria, y de las artes y oficios mecánicos así como del comercio, para evitar la salida de riquezas y, en cambio, lograr la entrada; saneamiento monetario para conseguir una estabilidad en la moneda y, de consecuencia, en los precios, logrando así una economía más estable; y en último lugar, redistribuir las cargas fiscales para lograr que el noble aporte más y que el ciudadano pueda vivir e incluso prosperar, lo que redundaría en sus pagos al Estado. Los ruegos de estos pensadores serán escuchados por el Conde Duque de Olivares en su Gran Memorial (25 de diciembre de 1624), aunque no se plasmara dicho plan en la realidad, “salvo algunas cosas” como la política matrimonial. No se produjo, por ejemplo, la tan necesaria reforma impositiva, sino que los ingresos del Estado siguieron dependiendo de las rentas derivadas de impuestos indirectos, aquellos sobre el consumo en primer lugar. Ello, obviamente, fue un lastre para la economía estatal dada la grave crisis de consumo que produjo la crisis en las ciudades. Pero al mismo tiempo era también un lastre para la economía de las ciudades pues desincentivaba el comercio (y el mismo consumo al elevar los precios). Entramos, de este modo, en un círculo vicioso.

BIBLIOGRAFÍA

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