La degradación del aparato
administrativo castellano vino dado fundamentalmente por tres causas: el mal
ejemplo que venía desde lo alto, las insuficientes retribuciones y la venta de
cargos públicos. El gran contraste entre la severidad de Felipe II y el favoritismo
y corrupción que los validos fomentaron y que los Austrias menores toleraron,
tenía que repercutir en toda la sociedad.
La insuficiencia de las
remuneraciones fue consecuencia de dos hechos: por una parte, las subidas
concedidas por la administración siempre estuvieron por debajo de la inflación
estructural del XVI y de la inflación en términos de vellón (agravadas por
manipulaciones monetarias) del XVII. Por otra, los apuros financieros de la
monarquía ocasionaron retrasos en los pagos que hoy nos parecerían
inconcebibles (funcionarios sin cobrar durante meses). Como aquellos hombres
tenían que vivir, abandonaban el puesto o trataban de cobrarse a costa del
público por medio del cohecho, y otras formas de corrupción. La venta de cargos
había agravado estos hechos porque la mayoría de los que se vendían era
superfluos, inútiles, y sus titulares trataban de resarcirse por cualquier
medio de las cantidades que habían entregado para obtener el título
correspondiente.
Para financiar las constantes
guerras del reinado anterior, no solo se crearon numerosos impuestos sino que
se acudió a otros muchos recursos extraordinarios, todos ellos muy
perjudiciales: alteraciones monetarias, venta de cargos, donativos
“voluntarios”… En el reinado de Carlos II, la renuncia al papel hegemónico y la
caída en picado del prestigio militar de la monarquía permitieron aligerar algo
la carga tributaria: no se crearon más impuestos, incluso se rebajaron algunos.
No se manipuló la moneda, se intentó remediar el desorden monetario por medio
de la reforma de 1680.
Se renunció también a seguir
vendiendo lugares de realengo. Algunos casos sueltos se dieron pero el capítulo
que abrieron Carlos V y Felipe II con las secularizaciones de pueblos de
obispados y órdenes militares, y que continuó Felipe IV, quedó cerrado en 1665.
Se hizo un intenso uso, especialmente en los años finales de su reinado, de un
arbitrio que si bien rebajaba el prestigio de la aristocracia, permitía obtener
sumas apreciables para las arcas de la Corona, explotando la vanidad de los
nuevos ricos vendiéndoles títulos de Castilla sin que ello les atribuyera
facultades jurisdiccionales.
Las cantidades habitualmente
exigidas para conceder un título de marqués o conde solían oscilar entre 22.000
y 30.000 ducados. En total entre títulos vendidos y concedidos de gracia se
crearon unos doscientos, lo que significaba duplicar el censo de la
aristocracia española.
En definitiva, la política
financiera de Carlos II puede reducirse a un aligeramiento de las cargas
tributarias por temor a posibles reacciones, que eran peligrosas para un
gobierno débil. Para ello se redujeron los gastos, aunque sin basarse en
criterios sólidos y racionales: se desatendían necesidades importantes y cargas
de justicia, y continuaba el derroche a favor de ciertos cortesanos,
aprovechando la falta de energía del monarca.
Bibliografía
DOMINGUEZ ORTIZ, A. La crisis del siglo XVII: la población, la
economía, la sociedad, Espasa-Calpe, Madrid, 1999.
YUN CASALILLA, B. Marte contra Minerva: el precio del imperio
español, 1450-1600, Crítica, Barcelona, 2004.
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