domingo, 6 de octubre de 2013

Los artistas y la economía (I)


Usureros o derrochadores. Avaros o auténticos manirrotos. Ricos o sumidos en la más penosa de las pobrezas. A pesar de que sus obras son objeto de cientos de estudios, poco sabemos de la situación económica de los artistas en la Edad Moderna.  Y es que, fuera del halo extraordinario en el que estaban envueltos gracias a sus capacidades, nos encontramos con hombres de carne y hueso, con vidas que oscilan entre el poder, la gracia o la desventura. Y como todos los mortales, niguno se libró de tener una relación, a veces positiva y otras no tanto, con la economía.

Lo primero que tenemos que tener claro es la enorme renovación y avance que supone la entrada en la Modernidad en relación con el arte y los artistas. Como ha explicado mi compañera Rosa en su entrada anterior, el artesano deja paso al artista. Esto hace que haya un cambio respecto a la forma de considerar el producto artístico, y cómo no, en la forma de negociar y comerciar con ello. Si bien durante la Edad Media era muy típico que el pago al artesano se hiciera en especie, a modo de trueque, algunos artistas de finales del siglo XV claman por un cambio en el mecanismo de pago que ensalzara tan noble actividad, y que sirviera a la vez de reconocimiento de la valía y el genio de los autores. De esta forma, el artista se emancipa del comprador: si en el Medievo, mediante el conocido como “justo precio”, era el adquiriente el que establecía la remuneración, a partir de los siglos XVI y XVII serán los artistas los que fijen el valor de sus obras, debiéndose acomodar al mismo los compradores en potencia.

Junto a esto, y antes de profundizar, debemos romper algunos mitos relacionados con la figura del artista,  acomodados en el imaginario colectivo a pesar de no tener demasiada base histórica. Y es que a nadie le extrañará la definición de los artistas como personas caprichosas, que dilapidan sus fortunas y sus riquezas. Un hecho es evidente: en las fuentes hay muy poco testimonio sobre autores avaros o tacaños, siendo más llamativo para los biógrafos la puesta por escrito de los grandes gastos o las vidas disolutas de algunos artistas. Otro mito es la figura del “artista pobre” como forma de potenciar la creación artística en un clima sencillo y severo   (en realidad esta concepción es señal de una idea arcaizante del papel del artista artesano. Frente a esto, serán muchos los artista que recurran voluntariamente a esa imagen de penuria para ganarse el favor de los compradores).

A la hora de analizar las ganancias debemos distinguir entre el sueldo directo, así como los beneficios secundarios, derivados de rentas, ganancias por alquileres, exenciones de impuestos, regalos, pagas extraordinarias etc. que algunos artistas intentarán ocultar por todos los medios, colaborando con esa imagen de pobreza o cierta vida ascética que podría atraer al comprador. Aquí nos encontramos con un hecho destacado: lo difícil que va a resultar distinguir, cuando el artista haga peticiones o reclamaciones monetarias, de la necesidad real o de la intención de obtener un mayor beneficio, a pesar de tener un puesto acomodado. El historiador debe estar alerta pues la exageración y la falta de objetividad, unidas al exceso de interés, llevará a los artistas a describir su situación de forma exagerada, infravalorando su nivel económico (haciendo ocultaciones en sus patrimonios), y chocando de lleno con la evidencia real que nos dejan testamentos o declaraciones patrimoniales. Rudolf y Margot Wittkower citan a dos artistas como ejemplo de lo anterior: Fra Filippo Lippi y sobre todo Mantegna. El primero reclama a  Piero de Médicis el amparo económico en su vejez, incidiendo en la pobreza que sufre siendo “uno de los monjes más pobres de Florencia” y poniendo como justificación la carga familiar de varias sobrinas que dependen de él. El segundo, tras haber sido pintor de corte, con un notable salario y numerosos beneficios, y tras haber conseguido por sus actividades un notable patrimonio y una gran colección de antigüedades, llega a la vejez supuestamente asfixiado económicamente, hasta el punto de tener que desprenderse de su querida “Faustina”, un busto clásico, que intenta vender a su Señora, Isabel D´Este, para aliviar su situación económica. En definitiva se trata de la dialéctica entre el declive económico, en algunos casos real, junto con el fingimiento interesado y con vistas a obtener un auxilio, que si bien no era urgente, siempre venía bien. Juzguen ustedes mismos.

Otro ejemplo será Durero, que emprenderá un viaje en 1520, sufragado de su propio bolsillo,  hacia la corte imperial para reclamar unas rentas que no recibía. Mientras que en el viaje de ida fue bastante usurero y comedido con los gastos (ya que el dinero salía de sus arcas) a la vuelta, con el reconocimiento imperial, cambiará la tendencia, volviéndose más generoso y espléndido, y en consecuencia, gastando más.
El caso paradigmático es el de Giambologna, que a finales del XVI estaba al frente de un potente taller. Se caracterizaba, además de por su producción imparable, por el hecho de que nunca valoraba su obra: no la tasaba, no le ponía precio, sino que era el comprador el que, valorando el trabajo, ofrecía la recompensa (en la línea del “justo precio” medieval) que casi siempre, según dicen las fuentes, estaba a la altura de la obra.  Esto hace que llegue a ser definido como “nada avariento, como prueba su gran pobreza”. Pobreza, que a pesar de los pesares, no era real: está atestiguado que recibió trece escudos anuales, que con el tiempo se aumentarían a cuarenta y cinco, una cifra nada desdeñable. Sin embargo esto no será impedimento para que a la vejez apartara ese desinterés económico para reclamar al Gran Duque quince mil escudos derivados de pagos de sus obas por debajo de su valor original. Es aquí donde se rompen los papeles y se ve la verdadera cara del hombre y el cambio respecto a su actitud anterior.

Todo esto no quiere decir que no hubiera pobreza. Claro que la hubo, y muy extendida. El hecho de que conservemos varios testimonios de padres alejando a sus vástagos de esta profesión al ser, como ya he anunciado, sinónimo de pobreza y  de un tipo de vida que rompía los esquemas habituales, es bastante alumbrador. Rudolf y Margot Wittkower dan algunos datos: de 111 artistas que vivían en el Campo de Marte de Roma a mediados del siglo XVII, prácticamente el 50% eran calificados como pobres. Vasari mostrará su estupefacción y reproche ante estos datos: mientras las grandes figuras no hacían más que crecer, otros, a la sombra, pasaban infinidad de calamidades. Tal es el caso de Andrea Schiavone, reconocido por la profesión y que tendrá que pedir ayuda a sus compañeros para trabajar.

Rembrandt será otro ejemplo: enriquecido por su trabajo, adquiere propiedades y una notable colección de antigüedades. Sin embargo, llegará el declive económico y se verá obligado a malvender su colección (valorada en 17 000 florines, y que vende por 5 000) y propiedades, declarándose insolvente. Aquí vemos otra de las causas de pobreza: la producida por la mala gestión de los recursos.


El nombre de otros muchos artistas, debido a esa pobreza, fueron olvidados por la historia. 

Ángel G. Ureña Palomo 

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