A raíz de las clases de
esta semana, en las que se trató el tema de la visión de la usura en la
economía, me propuse profundizar un poco más en el asunto. Fruto de ese deseo
es esta entrada.
Julio Caro Baroja, al
hablar sobre ética religiosa y economía en su obra “Las formas complejas de la
vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos
XVI-XVII”, dibuja un panorama poco coherente y lleno de contrastes en torno a
la figura del mercader. Para empezar deja claro que es posible establecer un
dualismo entre “el sistema de prácticas y
creencias religiosas” y las “prácticas
y creencias económicas”. Sin embargo se queja de que en la multitud de
monografías y estudios sobre historia económica que surgieron desde la renovación historiográfica de la
década de los 70 del siglo XX (hay que tener en cuenta que la obra fue
publicada en 1978. Para más información sobre la eclosión de la producción
sobre Historia Económica, consultar el artículo de Hilario Casado), la cuestión
religiosa se trata como algo secundario, influyente, pero al fin y al cabo (y
tomando el término que utiliza el autor), considerada como un “epifenómeno”.
Nada es nuevo bajo el
sol. La visión negativa en torno a la riqueza y la usura con la que se inaugura
la Edad Moderna no supone una innovación, sino que está avalada por una extensa
tradición que arranca desde la Antigüedad (cinismo, estoicismo o autores de la
talla de Platón, Aristóteles. Se llega a decir que “el ansia de riquezas es comparable a la sed del enfermo, nunca
satisfecha”. Catón llegará a hacer una crítica a los “ladrones gruesos y públicos que
viven cubiertos de oro”, crítica a la riqueza de la élite que será retomada
en vísperas de la Reforma ante el dudoso hacer de Roma), calando hondo en los
Padres de la Iglesia. La usura es
entendida como un gran pecado, siendo los que llevan a cabo esta práctica
calificados por Bartolomé Carranza en un catecismo de la segunda mitad del XVI como
“sanguisuelas del pueblo”.
Pero no sólo se critica
la usura, sino que también otras muchas actividades realizadas con dinero. El comercio,
y por ende los comerciantes y mercaderes, serán el objetivo de la sutil y ácida
pluma de muchos escritores, como Juan Padilla, “el cartujano”, Alonso de
Cabrera (“nunca el mundo ha estado peor
que agora”, “nunca los ricos más crueles, avaros; los mercaderes, más tramposos”),
o Villalobos entre otros, en cuyos textos, dice Caro Baroja, se demuestra una “abominación” por el comercio, condenando
“largamente el vicio de la avaricia”,
poniendo sobre todo el acento en el comercio ultramarino que empieza a florecer
en estos siglos tras los grandes descubrimientos.
Sin embargo hay atisbos
de un cambio que se desarrollará de forma lenta y pausada. Ya en el siglo
II-III Clemente de Alejandría intenta adaptar la moral cristiana y el mensaje
evangélico con la posibilidad de ser rico. Esta evolución es visible a través
de autores como Gonzalo Fernández de Oviedo, que a pesar de seguir la línea
tradicional de crítica de la usura, si que evidencia un cambio social al decir
que en “el día de oy está aborrescida la
pobreza comunmente”, teniendo el
apelativo “rico-ombre” prioritario a
cualquier título nobiliario. El cardenal Cayetano por su parte tratará de
adaptar la moralidad cristiana a la nueva coyuntura del momento.
Antonio González
Polvillo, en las últimas décadas viene desarrollando una importante línea de
investigación en torno al peso que tuvo la confesión auricular en la Edad
Moderna. En su análisis de numerosos libros de confesión elaborados en los
siglos XVI-XVII, hay un hueco importante para la usura, dentro del análisis que
los distintos teóricos-teólogos hacen en torno al séptimo mandamiento: “no
robarás”. De esta forma, si bien la usura aparece prohibida por las Sagradas
Escrituras y la Iglesia, su práctica cada vez fue más habitual, más cotidiana. Y
los confesores, con un contacto directo con los fieles, tenían que hacer frente
a este hecho (hay que tener en cuenta la obligatoriedad de la confesión desde
la Baja Edad Media, potenciado a partir de las reformas del Concilio de Trento).
Esto llevó, con el tiempo y como he citado con anterioridad, a una tolerancia,
dice González Polvillo “con objeciones”,
con condicionantes. Pedro Ciruelo dirá que está justificado si la actividad se
desarrolla dentro de un manto de caridad, justicia, fraternidad y hermandad,
valores todos ellos muy cristianos pero que difícilmente eran compatibles con
estas actividades. Martín de Azpilcueta es más tajante, declarando con
rotundidad que la usura es pecado mortal, y que decir lo contrario sería
herejía. Estos ejemplos, entre otros muchos teóricos y manuales de confesión, muestran
el interés de la Iglesia por el control absoluto de todas las actividades,
incluso las económicas, el continuo afán por adoctrinar a los fieles y por
colarse hasta en el último resquicio de la conciencia de hombres y mujeres. Es,
en pocas palabras, otra muestra del poder social que detentaba esta
institución.
Ángel G. Ureña Palomo
Obras consultadas:
Caro Baroja, Julio. Las
formas complejas de la vida religiosa:
religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII. Akal. Madrid.
1978
González Polvillo,
Antonio. Decálogo y gestualidad social en
la España de la Contrarreforma. Secretariado de publicaciones de la Universidad
de Sevilla. Sevilla. 2011.
Muy interesante tu aportación, Ángel.
ResponderEliminar