martes, 22 de octubre de 2013

Usura, riqueza, Iglesia...


A raíz de las clases de esta semana, en las que se trató el tema de la visión de la usura en la economía, me propuse profundizar un poco más en el asunto. Fruto de ese deseo es esta entrada.

Julio Caro Baroja, al hablar sobre ética religiosa y economía en su obra “Las formas complejas de la vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI-XVII”, dibuja un panorama poco coherente y lleno de contrastes en torno a la figura del mercader. Para empezar deja claro que es posible establecer un dualismo entre “el sistema de prácticas y creencias religiosas” y las “prácticas y creencias económicas”. Sin embargo se queja de que en la multitud de monografías y estudios sobre historia económica que surgieron  desde la renovación historiográfica de la década de los 70 del siglo XX (hay que tener en cuenta que la obra fue publicada en 1978. Para más información sobre la eclosión de la producción sobre Historia Económica, consultar el artículo de Hilario Casado), la cuestión religiosa se trata como algo secundario, influyente, pero al fin y al cabo (y tomando el término que utiliza el autor), considerada como un “epifenómeno”.

Nada es nuevo bajo el sol. La visión negativa en torno a la riqueza y la usura con la que se inaugura la Edad Moderna no supone una innovación, sino que está avalada por una extensa tradición que arranca desde la Antigüedad (cinismo, estoicismo o autores de la talla de Platón, Aristóteles. Se llega a decir que “el ansia de riquezas es comparable a la sed del enfermo, nunca satisfecha”. Catón llegará a hacer una crítica a los “ladrones gruesos y públicos  que viven cubiertos de oro”, crítica a la riqueza de la élite que será retomada en vísperas de la Reforma ante el dudoso hacer de Roma), calando hondo en los Padres de la Iglesia.  La usura es entendida como un gran pecado, siendo los que llevan a cabo esta práctica calificados por Bartolomé Carranza en un catecismo de la segunda mitad del XVI como “sanguisuelas del pueblo”.  

Pero no sólo se critica la usura, sino que también otras muchas actividades realizadas con dinero. El comercio, y por ende los comerciantes y mercaderes, serán el objetivo de la sutil y ácida pluma de muchos escritores, como Juan Padilla, “el cartujano”, Alonso de Cabrera (“nunca el mundo ha estado peor que agora”, “nunca los ricos más crueles, avaros; los mercaderes, más tramposos”), o Villalobos entre otros, en cuyos textos, dice Caro Baroja, se demuestra una “abominación” por el comercio, condenando “largamente el vicio de la avaricia”, poniendo sobre todo el acento en el comercio ultramarino que empieza a florecer en estos siglos tras los grandes descubrimientos.

Sin embargo hay atisbos de un cambio que se desarrollará de forma lenta y pausada. Ya en el siglo II-III Clemente de Alejandría intenta adaptar la moral cristiana y el mensaje evangélico con la posibilidad de ser rico. Esta evolución es visible a través de autores como Gonzalo Fernández de Oviedo, que a pesar de seguir la línea tradicional de crítica de la usura, si que evidencia un cambio social al decir que en “el día de oy está aborrescida la pobreza comunmente”, teniendo  el apelativo “rico-ombre” prioritario a cualquier título nobiliario. El cardenal Cayetano por su parte tratará de adaptar la moralidad cristiana a la nueva coyuntura del momento.

Antonio González Polvillo, en las últimas décadas viene desarrollando una importante línea de investigación en torno al peso que tuvo la confesión auricular en la Edad Moderna. En su análisis de numerosos libros de confesión elaborados en los siglos XVI-XVII, hay un hueco importante para la usura, dentro del análisis que los distintos teóricos-teólogos hacen en torno al séptimo mandamiento: “no robarás”. De esta forma, si bien la usura aparece prohibida por las Sagradas Escrituras y la Iglesia, su práctica cada vez fue más habitual, más cotidiana. Y los confesores, con un contacto directo con los fieles, tenían que hacer frente a este hecho (hay que tener en cuenta la obligatoriedad de la confesión desde la Baja Edad Media, potenciado a partir de las reformas del Concilio de Trento). Esto llevó, con el tiempo y como he citado con anterioridad, a una tolerancia, dice González Polvillo “con objeciones”, con condicionantes. Pedro Ciruelo dirá que está justificado si la actividad se desarrolla dentro de un manto de caridad, justicia, fraternidad y hermandad, valores todos ellos muy cristianos pero que difícilmente eran compatibles con estas actividades. Martín de Azpilcueta es más tajante, declarando con rotundidad que la usura es pecado mortal, y que decir lo contrario sería herejía. Estos ejemplos, entre otros muchos teóricos y manuales de confesión, muestran el interés de la Iglesia por el control absoluto de todas las actividades, incluso las económicas, el continuo afán por adoctrinar a los fieles y por colarse hasta en el último resquicio de la conciencia de hombres y mujeres. Es, en pocas palabras, otra muestra del poder social que detentaba esta institución.

Ángel G. Ureña Palomo

Obras consultadas:

Caro Baroja, Julio. Las formas complejas de la vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII. Akal. Madrid. 1978


González Polvillo, Antonio. Decálogo y gestualidad social en la España de la Contrarreforma. Secretariado de publicaciones de la Universidad de Sevilla. Sevilla. 2011.

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