Usureros o
derrochadores. Avaros o auténticos manirrotos. Ricos o sumidos en la más penosa
de las pobrezas. A pesar de que sus obras son objeto de cientos de estudios,
poco sabemos de la situación económica de los artistas en la Edad Moderna. Y es que, fuera del halo extraordinario en el
que estaban envueltos gracias a sus capacidades, nos encontramos con hombres de
carne y hueso, con vidas que oscilan entre el poder, la gracia o la desventura.
Y como todos los mortales, niguno se libró de tener una relación, a veces
positiva y otras no tanto, con la economía.
Lo primero que tenemos
que tener claro es la enorme renovación y avance que supone la entrada en la
Modernidad en relación con el arte y los artistas. Como ha explicado mi
compañera Rosa en su entrada anterior, el artesano deja paso al artista. Esto hace
que haya un cambio respecto a la forma de considerar el producto artístico, y
cómo no, en la forma de negociar y comerciar con ello. Si bien durante la Edad
Media era muy típico que el pago al artesano se hiciera en especie, a modo de
trueque, algunos artistas de finales del siglo XV claman por un cambio en el
mecanismo de pago que ensalzara tan noble actividad, y que sirviera a la vez de
reconocimiento de la valía y el genio de los autores. De esta forma, el artista
se emancipa del comprador: si en el Medievo, mediante el conocido como “justo
precio”, era el adquiriente el que establecía la remuneración, a partir de los
siglos XVI y XVII serán los artistas los que fijen el valor de sus obras,
debiéndose acomodar al mismo los compradores en potencia.
Junto a esto, y antes
de profundizar, debemos romper algunos mitos relacionados con la figura del
artista, acomodados en el imaginario
colectivo a pesar de no tener demasiada base histórica. Y es que a nadie le
extrañará la definición de los artistas como personas caprichosas, que
dilapidan sus fortunas y sus riquezas. Un hecho es evidente: en las fuentes hay
muy poco testimonio sobre autores avaros o tacaños, siendo más llamativo para
los biógrafos la puesta por escrito de los grandes gastos o las vidas disolutas
de algunos artistas. Otro mito es la figura del “artista pobre” como forma de potenciar
la creación artística en un clima sencillo y severo (en
realidad esta concepción es señal de una idea arcaizante del papel del artista
artesano. Frente a esto, serán muchos los artista que recurran voluntariamente a
esa imagen de penuria para ganarse el favor de los compradores).
A la hora de analizar
las ganancias debemos distinguir entre el sueldo directo, así como los beneficios
secundarios, derivados de rentas, ganancias por alquileres, exenciones de
impuestos, regalos, pagas extraordinarias etc. que algunos artistas intentarán
ocultar por todos los medios, colaborando con esa imagen de pobreza o cierta
vida ascética que podría atraer al comprador. Aquí nos encontramos con un hecho
destacado: lo difícil que va a resultar distinguir, cuando el artista haga
peticiones o reclamaciones monetarias, de la necesidad real o de la intención
de obtener un mayor beneficio, a pesar de tener un puesto acomodado. El historiador
debe estar alerta pues la exageración y la falta de objetividad, unidas al
exceso de interés, llevará a los artistas a describir su situación de forma
exagerada, infravalorando su nivel económico (haciendo ocultaciones en sus
patrimonios), y chocando de lleno con la evidencia real que nos dejan
testamentos o declaraciones patrimoniales. Rudolf y Margot Wittkower citan a
dos artistas como ejemplo de lo anterior: Fra Filippo Lippi y sobre todo
Mantegna. El primero reclama a Piero de
Médicis el amparo económico en su vejez, incidiendo en la pobreza que sufre
siendo “uno de los monjes más pobres de Florencia” y poniendo como
justificación la carga familiar de varias sobrinas que dependen de él. El segundo,
tras haber sido pintor de corte, con un notable salario y numerosos beneficios,
y tras haber conseguido por sus actividades un notable patrimonio y una gran
colección de antigüedades, llega a la vejez supuestamente asfixiado económicamente,
hasta el punto de tener que desprenderse de su querida “Faustina”, un busto
clásico, que intenta vender a su Señora, Isabel D´Este, para aliviar su
situación económica. En definitiva se trata de la dialéctica entre el declive
económico, en algunos casos real, junto con el fingimiento interesado y con
vistas a obtener un auxilio, que si bien no era urgente, siempre venía bien.
Juzguen ustedes mismos.
Otro ejemplo será Durero,
que emprenderá un viaje en 1520, sufragado de su propio bolsillo, hacia la corte imperial para reclamar unas
rentas que no recibía. Mientras que en el viaje de ida fue bastante usurero y comedido
con los gastos (ya que el dinero salía de sus arcas) a la vuelta, con el
reconocimiento imperial, cambiará la tendencia, volviéndose más generoso y
espléndido, y en consecuencia, gastando más.
El caso paradigmático es
el de Giambologna, que a finales del XVI estaba al frente de un potente taller.
Se caracterizaba, además de por su producción imparable, por el hecho de que
nunca valoraba su obra: no la tasaba, no le ponía precio, sino que era el
comprador el que, valorando el trabajo, ofrecía la recompensa (en la línea del “justo
precio” medieval) que casi siempre, según dicen las fuentes, estaba a la altura
de la obra. Esto hace que llegue a ser
definido como “nada avariento, como prueba su gran pobreza”. Pobreza, que a pesar
de los pesares, no era real: está atestiguado que recibió trece escudos
anuales, que con el tiempo se aumentarían a cuarenta y cinco, una cifra nada
desdeñable. Sin embargo esto no será impedimento para que a la vejez apartara
ese desinterés económico para reclamar al Gran Duque quince mil escudos
derivados de pagos de sus obas por debajo de su valor original. Es aquí donde
se rompen los papeles y se ve la verdadera cara del hombre y el cambio respecto
a su actitud anterior.
Todo esto no quiere decir
que no hubiera pobreza. Claro que la hubo, y muy extendida. El hecho de que
conservemos varios testimonios de padres alejando a sus vástagos de esta profesión
al ser, como ya he anunciado, sinónimo de pobreza y de un tipo de vida que rompía los esquemas habituales,
es bastante alumbrador. Rudolf y Margot Wittkower dan algunos datos: de 111
artistas que vivían en el Campo de Marte de Roma a mediados del siglo XVII,
prácticamente el 50% eran calificados como pobres. Vasari mostrará su
estupefacción y reproche ante estos datos: mientras las grandes figuras no
hacían más que crecer, otros, a la sombra, pasaban infinidad de calamidades. Tal
es el caso de Andrea Schiavone, reconocido por la profesión y que tendrá que
pedir ayuda a sus compañeros para trabajar.
Rembrandt será otro
ejemplo: enriquecido por su trabajo, adquiere propiedades y una notable colección
de antigüedades. Sin embargo, llegará el declive económico y se verá obligado a
malvender su colección (valorada en 17 000 florines, y que vende por 5 000) y
propiedades, declarándose insolvente. Aquí vemos otra de las causas de pobreza:
la producida por la mala gestión de los recursos.
El nombre de otros
muchos artistas, debido a esa pobreza, fueron olvidados por la historia.
Ángel G. Ureña Palomo
No hay comentarios:
Publicar un comentario